Crisis de valores
El dinero no está en crisis. La verdadera crisis, la que nos roba la esperanza y está condenando a toda una generación al olvido es la de los derechos conculcados y el bienestar sacrificado.
Instalados en una permanente y agobiante zozobra, acuciados por una duda tan obsesivamente presente que paraliza hasta la impotencia, prisioneros de un miedo que nos atenaza y nos produce una escalofriante caricia, como la que los juncos hacen a los nadadores en el río, seguimos empecinados en no aprender nada de nuestros errores y, en medio de ese vértigo atroz que nos abisma, hemos depositado nuestro destino en manos de todos esos especuladores en cuya codicia y ambición desmedida se sitúa el origen de esta crisis sistémica. No es que confiemos en ellos, más que nada porque nos han robado el pan y la sal, es que somos incapaces en nuestra mediocridad y pobreza intelectual de asumir la más mínima responsabilidad pública, de exigir cuentas a unos políticos arrodillados ante el dinero y vendidos al mejor postor.
Hemos renunciado a ejercer el poder que la democracia nos otorga, pisoteada la voluntad soberana del pueblo y malversada una representación que se sostenía en la dignidad y la confianza y que ahora descansa en el relativismo atroz y la frivolidad insustancial. Decimos que no nos representan cuando en realidad, amparados por nuestro cómplice silencio, sí nos representan, vergonzosamente, pero actúan en nuestro nombre, porque están legitimados por las urnas. Y, a pesar de todo, no hacemos nada. Ni una propuesta, ni un pensamiento, ni una crítica. Una conciencia inerte.
La metástasis del cáncer de la corrupción ha condenado a la sociedad a un estado terminal y esa agonía que anuncia la inminente defunción precisa de un tratamiento de choque. Aseguraba Keynes a propósito del concepto de deuda que si yo te debo una libra, tengo un problema; pero si te debo un millón, el problema es tuyo. Asistimos a la proliferación de los lunes negros como si tal cosa, como si en realidad no fuera con nosotros, como si los mercados fuesen ajenos a nuestras vidas.
El poder financiero ya acuñó en su momento una expresión que particularmente me repugna cuando calificó de Estado fallido a aquellas naciones soberanas que el capital escogía para sus trapicheos y donde el Gobierno y las instituciones son sus propios poderes fácticos y en otros casos títeres cómplices de los poderes fácticos, ya sea el narcotráfico, el terrorismo, las multinacionales o cualquier otra dictadura pública o privada.
Países convertidos en paraísos fiscales para el blanqueo de capitales y el lavado de activos. Ahora, los mismos que acuñaron el término Estado fallido, se atreven a dar un paso más y califican deudas e impulsan reformas hasta definir el Estado basura. ¡Qué paradoja! No entiendo cómo seguimos permitiendo que los que nos endosaron los bonos basura arrojándonos al infierno de la crisis vengan ahora con sus agencias a ponernos la soga al cuello mientras se lucra descansa en el relativismo atroz y la frivolidad insustancial. Decimos que no nos representan cuando en realidad, amparados por nuestro cómplice silencio, sí nos representan, vergonzosamente, pero actúan en nuestro nombre, porque están legitimados por las urnas. Y, a pesar de todo, no hacemos nada. Ni una propuesta, ni un pran.
Sinceramente, no creo en la crisis del euro, ni en la del dólar, ni en la económica ni financiera de la misma forma que rechazo que los mismos que lanzaron el salvavidas a los banqueros permitan el hundimiento de las naciones que ya no pueden soportar la deuda. La verdadera crisis es la crisis de los valores del ser humano la que nos roba la esperanza y está condenando a toda una generación, es la de los derechos conculcados, perdidos en la debacle de una sociedad que sacrifica el bienestar para endiosar el dinero.
Y en medio del naufragio, resulta del todo punto inmoral que existan políticos que presuman públicamente de patrimonio junto a su deshonor como devastador de valores. La verdad no esconde ninguna realidad; es la hipocresía la que disfraza cobardemente nuestra apatía. Estamos indignados, bien, pero ahora hay que forzar el cambio y derribar esos muros, “si un tiempo fuertes, ya desmoronados”. Como ya intuyó Ibn Arabí, cuando la verdad entra en un corazón lo vacía de todo lo que no es ella, mata en él todo lo demás.